Cannabis medicinal: Antes huían del Ejército, ahora buscan el cultivo a gran escala

Un ventarrón acaricia un frondoso cultivo de cannabis. Los chapulines saltan entre las hojas que Juan Cruz López inspecciona con sus manos h...

Un ventarrón acaricia un frondoso cultivo de cannabis. Los chapulines saltan entre las hojas que Juan Cruz López inspecciona con sus manos huesudas; con una, captura a los insectos y con la otra, pellizca una que otra rama para multiplicar las flores.

Hace algunas semanas las raíces de la  cannabis medicinal que cultivó se extendieron en el bokashi, un sustrato orgánico rico en nutrientes para el desarrollo de la planta. Los esquejes –seleccionados cuidadosamente de una planta madre– apenas están desarrollando grandes hojas con cinco puntas. Como el suelo es rico en nitrógeno, las plantas adquieren un color verde intenso, parecido al de las auroras boreales.

“Es medicinal, tiene poco THC (tetrahidrocannabinol, el componente psicoactivo)”, explica Juan frente a sus plantas, un grupo de esquejes de Cherry CBD, una variedad de mariguana híbrida con alto contenido de CBD (cannabidiol, una sustancia anticonvulsiva y desinflamatoria), pensados para crear un brebaje medicinal de exportación.

Así como ha aprendido nuevos métodos de cultivo, también lleva una bitácora donde guarda anotaciones sobre su evolución, garantizando así la trazabilidad de las plantas. Al igual que Cruz López, en los traspatios –lay lo patx ro yuu, en zapoteco– al menos 800 productores en la región del Valle Central han dispuesto camas de cultivo donde han sembrado clones de cannabis medicinal.


Fue en abril último cuando la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris) entregó los primeros 26 permisos para realizar los cultivos mediante la Asociación Indígena de Productores de Cannabis (AIDPC), constituida el 27 de enero de 2020. Desde entonces los campesinos exhiben una fotocopia del permiso en sus jardineras.


A sus 61 años Juan todavía recuerda a los soldados que maltrataban a las personas que se dedicaban a crecer la planta en los setenta, cuando se cultivaba entre los pliegues de la sierra a modo de guerrilla o en medio de la milpa –maíz, calabaza, frijol y chile–. Pero actualmente afirma que no tiene miedo de cultivar.


“Antes corríamos al cerro, porque temíamos a los militares; llegaron a violar a las mujeres. Entraban a las casas sin orden de cateo, detenían al que encontraban y se llevaban lo poco que uno tenía. Actualmente eso ya no sucede, ya no tememos a que los militares lleguen a las casas”, dice Juan como si sus recuerdos estuvieran anotados en una bitácora de agravios.


Roberto Carlos Cruz Gómez, de 28 años, presidente de la AIDPC, ha documentado hemerográfica y testimonialmente varios episodios de violencia en Güilá. Según sus cálculos, en la comunidad de 6 mil habitantes la mitad sufrió el asedio militar.


–¿Cómo ha sido el acoso del Ejército?


–Es necesario remontarse a 1920, cuando se producía mezcal y llegó la ­prohibición. Los militares desarmaban las fábricas, quebraban los alambiques. Por ese acoso la gente dejó de producir mezcal y comenzó a buscar alternativas. Los campesinos se dan cuenta de que la cannabis se vende a buen precio y comienzan a cultivarla entre la milpa. Había muchas personas que la recolectaban por kilos y así juntaban grandes cantidades.


Todo el Valle Central es zona productora de cannabis. Desde los setenta, ochenta y noventa los militares que venían a esta región no sólo venían por los productores, sino que hostigaban a los campesinos. Se gritaban de casa a casa ¡Allí vienen los soldados! La gente, por miedo, subía a los cerros no porque cultivaran, sino porque sabían que los militares golpeaban niños, adolescentes; violaban mujeres y se llevaban a los hombres o los inculpaban.


Hay historias de personas a quienes les dispararon, que aún tienen sus heridas. Los militares no sólo decomisaban, sino que vaciaban las casas, se llevaban los coches. Venían y se robaban las gallinas, los guajolotes, los animales de nuestras granjas. Todo ese hostigamiento estuvo presente hasta el año 2000.


–¿Se pueden resarcir los agravios?


–Que las comunidades originarias puedan tener el acceso a la producción de cannabis es una manera de remendar el daño que ya se le hizo a Oaxaca, que no se les permitió cultivar mezcal ni canabbis. No sólo vemos de esto una actividad económica rentable que pueda dar trabajo, también lo vemos como una manera de libertad para nuestro estilo de vida. Ahora que el mercado ha volteado a ver el tema, estamos peleando licencias de mil metros de producción para poder tener 2 mil 400 plantas por individuo. Los campesinos se proyectan ya con un cultivo.


–¿Es posible lograr la soberanía alimentaria?


–La nación teme darle la soberanía y la independencia a las comunidades para que puedan tener un cambio económico. No hay soberanía sin seguridad en el cultivo. Que nos garanticen que nadie nos va a extorsionar, que garanticen un mercado para nuestro producto y así nosotros garantizar que ese producto sea inocuo, orgánico y de alta calidad, que pueda ser viable para uso medicinal. Esta industria puede hacer que las comunidades originarias podamos tener una independencia financiera.

“Buscamos pagar impuestos”

Desde un monte ceremonial donde se “cura de espanto” (gìky xu) –un ritual ancestral para alejar los malos espíritus–, Roberto Carlos señala un horizonte poblado de casas de bloque gris con varillas en las azoteas que prometen un segundo o tercer piso. “Hay muchas casas construidas, pero nadie las habita”, dice. Desde ese cerro también se aprecian los invernaderos de jitomate, donde trabaja la mitad de San Pablo Güilá. Naves rectangulares que reflejan los rayos del sol, carpas sofocantes, líneas blancas en medio de la serranía.


–¿Existe un riesgo de acaparamiento?


–No somos maquiladores, es desde nuestro pensar que se ha creado esta ruta. Nuestra intención es lograr la autonomía alimentaria y transmitir este conocimiento en zapoteco. No sabemos si va ser en este sexenio o en el próximo, pero queremos la certeza de que, cuando haya licencias de producción a gran escala, sean las comunidades las que tengan las ganancias.


Aunque desde diciembre de 2020 no han sufrido hostigamientos –cuando la Secretaría de la Defensa Nacional incineró 3 mil metros cuadrados de cannabis que se convirtieron en auroras boreales de humo–, es común ver a los militares patrullar la serranía en convoyes de vehículos artillados que de pronto desaparecen entre las curvas.


–¿No temen perder sus cultivos?


–Lo que estamos haciendo es producir cannabis de uso medicinal a pequeña escala en un huerto de traspatio, sin que tengas que hacerlo de manera escondida, sin que tengas miedo de que alguien te diga que está mal.


“Después de que nos organizamos, ha habido decomisos a personas que no son parte de nuestra asociación, es gente que quiere seguir la actividad como lo ha hecho siempre y no busca estar en un marco legal.


“Nosotros buscamos pagar impuestos, brindar seguro a los trabajadores, poder tener un cultivo de mil metros con la certeza de que estás protegido por la ley, de que estás haciendo bien las cosas y de que cualquier persona que venga pueda comprobar la ruta de la cosecha.


Roberto Carlos lleva una playera verde con la leyenda “Humans are Aliens”. Junto a su compañero Pablo Antonio Santiago, de 26 años, surcan en un vehículo austero los caminos terrosos de la sierra oaxaqueña al ritmo de la música de Diza, un grupo de rock cuyas letras están en zapoteco, una lengua cuyo dominio semántico se encuentra entre la naturaleza, el sentimiento y la expresión común.


Pablo también cultiva mariguana, pero su verdadera pasión es tocar la batería. Su música es un artefacto saciado de sonidos electrónicos que viajan en extrañas atmósferas. Al palpitar de la batería, conducen por caminos de un polvillo tan fino que empaniza el parabrisas. “Saldré a buscarte, no importa en dónde estés”, canta Diza en zapoteco. Una suerte de llamado alienígena, que según la playera de Roberto somos todos los seres humanos.


Mientras Pablo sueña con traducir su música al español y que las multitudes hagan coro en zapoteco así como se hace en inglés; Roberto Carlos proyecta que en algunos años su aceite medicinal pueda distribuirse en la Secretaría de Salud Pública.


San Pablo Güilá, en busca de la autonomía alimentaria. Foto: Alejandro Saldívar

Rescate genético

En medio de la sierra zapoteca, Daniel Ramírez López, ingeniero agrónomo, ha creado un binomio con la cannabis. En su laboratorio se adentra en el universo secreto de las plantas para entender más de los procesos de germinación, clonación, vegetación, floración, curado y extracción. Mide la temperatura y humedad como un meteorólogo; habla de genéticas y fertilizantes.


Daniel ha identificado al menos cinco variedades nativas de cannabis, que se han adaptado a los entornos ecológicos y usos humanos que hay en la región. “La principal se llama kwàn mnìdoo, que en zapoteco significa cannabis de cuenta larga, la tardona, una planta que resistió la etapa de la prohibición, una sativa pura que alcanza hasta los dos metros. Para que madure y floree requiere terminar el ciclo del año”, explica Ramírez.


Pionero en la agricultura canábica, ha identificado más variedades, como la pelirroja oaxaqueña, que tiene raíces africanas, al igual que la Panamá red o la punto rojo colombiana. La verde limón, resistente a la humedad tropical. La Oaxaca skunk, potente en THC. La púrpura oaxaqueña, caracterizada por sus taninos dulces.


Actualmente, junto con los campesinos de varias regiones, realiza una clasificación para poder hacer una descripción varietal. Basados en los estándares de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales –organización con sede en Ginebra–, intentan registrar las variedades locales ante la Secretaría de Agricultura.


“El proceso de prohibición hizo que algunas variedades se perdieran. Tenemos un acervo genético grande, pero ha sido prohibido y es difícil acceder a él”, asegura Ramírez.  

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Cannabis medicinal: Antes huían del Ejército, ahora buscan el cultivo a gran escala
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